Hay muchas formas de perder la inocencia. La
más cínica que conozco es aficionarse al ciclismo profesional. No deja de ser un
deporte maravilloso, para mí, el más bello que existe, pero han sido ya tantos
palos, tantos ídolos caídos, tantas hazañas falsas, que es imposible seguirlo
sin una pátina de escepticismo, cuando no de hipocresía. Al menos, tantos
varapalos han agudizado nuestra actitud crítica hasta cotas que rayan la
paranoia: lesiones inoportunas, virus estomacales en el peor momento,
concentraciones exóticas, revolucionarios métodos de entrenamiento adquieren
nuevos significados en nuestras suspicaces, quizás malsanas, mentes. En
contraste con ese ciclismo que deriva peligrosamente hacia un espectáculo estilo
lucha libre, el fútbol se presenta como un espacio limpio y inocente, un deporte
que no ha dejado de ser un juego y en el que no cabe más maldad que las patadas
del Ujfalusi de turno.
El deporte de competición es, casi por
definición, lo contrario a la salud. Costaría creer también que, con los enormes
intereses de todo tipo que mueve el mayor deporte del mundo sus protagonistas de
comportaran, a diferencia de otros deportes, como auténticos caballeros
inmaculados. Pero, podría ser así. A falta de pruebas, podría ser que el fútbol
fuera un deporte complemtamente limpio. A pesar de ello, sería divertido un
pequeño juego: aplicar al fútbol las casi enfermizas sospechas que le dedicamos
al ciclismo. Por supuesto que ambos deportes no son comparables, ni
fisiológicamente, ni en sus dinámicas y, por supuesto, cualquier sospecha que
lancemos no tendrá el mayor asidero legal... pero puede ser interesante.